sábado, 14 de noviembre de 2009

Historias anónimas

Siempre me pareció aburrido tener que ir hasta el aeropuerto. Las esperas, la ansiedad que te provoca esa espera, la agonía del tiempo que parece que te castiga por algo de lo que no somos culpables.

Pero esta vez fue diferente. Después de madrugar un sábado para poder llegar a tiempo, llego al aeropuerto y me fijo en las pantallas que te informan el estado de los vuelos. Resulta que el que yo esperaba estaba retrasado y recién había aterrizado. Lo que significa que los pasajeros tardarán en salir entre 30 y 40 minutos ya que tienen que pasar por migraciones y después recoger la o las maletas.

Consciente de la espera, me armé de paciencia y me puse en primera fila delante de las puertas que se abren y se cierran dándote esperanzas de ver a la persona que quieres en cada amago. Me puse a observar a derecha e izquierda y me sorprendió la cantidad de historias que uno puede encontrar en una espera de aeropuerto. Al lado mío estaban un hombre y dos niñas muy monas que deberían ser americanos. Habían dispuesto a lo largo de la barandilla de metal una pancarta enorme que decía: “Mami, bienvenida a casa”. Mientras, el marido sostenía un gran ramo de rosas que se turnaban entre los tres para sostener. Si bien las niñas seguramente querían más que nada en el mundo ver a su madre, se notaba que la espera las aburría y más de una vez desistían de cargar el cartel y las flores volvían una y otra vez a manos del padre. Así estuvieron largo tiempo hasta que inesperadamente apareció esa mami que tanto ansiaban y a partir de ahí fue todo un despliegue de afectos. Con los ojos humedecidos, al borde del llanto, esta madre abrazó a sus dos hijas mientras besaba emocionada a su marido.

Pero esto no fue todo. Terminada esta primera y bonita historia, el aeropuerto regaló a mis ojos otra aún más emotiva. Una familia de árabes esperaba al abuelito. Todos sus nietos, que eran como ocho, esperaban con carteles en sus manos, algunos escritos en español, otros en árabe, dándole la bienvenida a ese hombre que si bien yo no conocía, estaba segura era una gran persona. "Abuelito, bienvenido a tu hogar" o "Abuelito te hemos echado mucho de menos, te queremos" eran algunas de las frases que estos niños querían regalar a su abuelito. Tan inmersa estaba en la historia que debo confesar que quería que la persona que yo estaba esperando no saliera antes de aquel abuelito. Lo quería conocer. Quería ver el rostro de la persona que provocaba tanto amor entre esas personitas. Y fue así. Salió el tan esperado abuelo. Si bien hablaba en un idioma que yo no podía decifrar, sabía muy bien lo que estaría pensando y sintiendo ya que el lenguaje de los afectos no requiere de palabras. Los gestos, sus manos alzadas en señal de agradecimiento, sus ojos brillosos, el tono de sus palabras, esos besos que regalaba a cada una de las personas que habían ido a recibirlo me daban la pauta de que el hombre estaba sumamente feliz. Tanto que yo que simplemente era una observadora me encontré sonriendo con la vista nublada y una lágrima apunto de rodar por mi mejilla.

Sin duda, estas historias de personas anónimas me alegraron la mañana. Mi estadía por el aeropuerto, esta vez, ha sido gratificante. Me hizo pensar en todas esas personas que estando lejos se acercan con ilusión al aeropuerto en busca de seres queridos que no ven hace tiempo. El reencuentro de amigos, familiares que transmiten una felicidad sincera. Un abrazo, un beso, una mirada para que la distancia que los separa se desvanezca en un sólo segundo.

Estas historias me llenaron tanto y calaron tan profundo en mi corazón que cuando vi a mi papá atravesar esa puerta, lo abracé fuerte y me sentí feliz de sentirlo otra vez conmigo como si nunca me hubiera ido de su lado.


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